Viajar, conocer gente nueva y lugares alucinantes, pasarte la tarde sentada en un Starbucks pensando que nunca ibas a estar allí y recorrerte todas las tiendas de una calle de New York sin apenas dinero en los bolsillos, acostarte en el césped de algún lugar de París mientras contemplas la torre Eiffel y escuchar la canción que escuchabas cuando tenías 13 años y recordar que estábas cumpliendo el sueño de tu niñez, conocer a millones de Italianos, de eso que te sonríen con elegancia y su pelo engominado o irte a una playa de Miami y pasarte horas en el agua cristalina, todo eso es alucinante, pero estoy segura de que ni un Starbucks, ni las tiendas de New York, ni las calles de París superaran al pequeño pueblo en el que nací. Pasarte dos horas esperando por una simple pizza mientras te ríes con tus amigos es mejor que eso, y no hay nada como las pequeñas tiendas acogedoras de tu pueblo, tirarte en el campo mientras estiendes una sudadera para no mancharte y el único monumento que vas a ver es un perro tocandote las narices o las sonrisas de tus amigos que le dan mil vueltas a las de los elegantes italianos, bañarte en el agua congelada de Morazón  mientras esquivas piedras y algas y que luego vengan dos plastas a esparcirte arena por las espalda no tiene precio...
Paseando por las calles, a cualquier hora,  a cualquier lugar, y por cualquier estúpido motivo, mientras te ríes de cualquier cosa y le robas unas pipas a cualquiera de tus amigos que sabes que van a estar ahi para siempre, el caso no es llegar a ningún sitio, ni acabarse el paquete de pipas cuanto antes, el caso es disfrutarlo hasta que no lleguemos al final, así de simple, porque si los finales si no son felices, no son finales, eso está más que claro.